Yo le pedía a Dios que perdonara mis pecados y
me diera un poco de Luz.
Dios me preguntó para qué quería yo su Luz,
que ella era muerte segura y perdición si no estaba preparado para verla,
purificado por el dolor.
Le contesté que siempre, desde niño, la
deseaba sin saberlo. Que la busqué en la Biblia ya a los 12 años, la perseguí
visitando los templos de diferentes cultos, hablando y preguntando a sus
gentes. Creí acercarme a su lejano resplandor en la Iglesia, luego en el
misticismo, en la Rosacruz, en el Martinismo, leyendo Cábala, leyendo alquimia.
Lo busque en las rutas de los Templarios, la busqué en las Logias y Cofradías.
¡Toda la vida, le dije, busqué tu Luz!
¿Qué harás con ella? me inquirió Dios.
-¡Servir al mundo! Dije. ¡Consolar al
afligido! ¡Curar al enfermo! ¡Socorrer al necesitado! agregué. ¡Predicar la
misericordia, especialmente para aquellos tentados de perturbar la paz! clamé.
Dios, el infinitamente poderoso, glorioso y
misericordioso, pareció satisfecho. Me sonrió apenas, pero mi alma se embriagó
de un placer inefable, una felicidad indescriptible, con ese atisbo de Su divina
sonrisa.
De seguido me ordenó ¡Extiende tus manos, recibirás la primer cuota de Luz! Nadie, ni Moisés ni Jesús la recibieron toda
de una vez. Así pues, te la entrego apagada, tú la activarás. Ella se te
revelará y brillará de a poco, cada vez más.
Serás examinado luego regularmente para ver si
mereces nuevas entregas.
Mis manos extendidas esperaban ansiosas, iba a
recibir la Luz de Dios, la Sabiduría Divina, aunque en una primera entrega! ¡
El corazón no entraba en mi pecho, el alma parecía a punto de salir por mi
boca! Ávidas, mis temblorosas manos
esperaban la divina dádiva.
Dios me llenó ambas manos con una montaña
de mierda.
...
La sorpresa que sentí fue tan enorme como la
repugnancia, ambos sentimientos y el putrefacto hedor me desmayaban, pero luché por mantenerme
lúcido.
Dios se había disipado.
…
Primero prevaleció el asco. Un rechazo absoluto,
categórico. Esta es una broma pésima.
Este no puede ser de Dios. Fue una alucinación, me dije.
Se fue la inmediatez y al asco siguió un
esbozo de reflexión (mis manos sostenían la rezumante mierda aún, tratando de
no volcarla por las dudas - me la había
dado Dios- cálida, suave, como una pena).
Pensé en Moisés, pensé en Jesús. Tremendo
esfuerzo el de Moisés, 40 años de luchas que no se coronaron con la tan soñada entrada en la Tierra Prometida. ¡Cuán
grande habrá sido su dolor! Tremendo el
dolor de Jesús. ¿Que dolor, que injusticia humana, que humillación, que
bofetada, escupida o castigo no padeció?
Pensé que cada vez que me visitó el
infortunio, en cada revés, en cada desgracia dije, como todos ¡Qué mierda!
Entendí, avergonzado, que no hay iluminación
sin cruz, sin dolor, sin renuncia. Entristecido por la profunda oscuridad de mi
alma enana, que tomó, por un momento siquiera, el don de Dios, la Luz Divina,
por asquerosa mierda, comprendí que Dios no bromeaba. Y eso ya era una
incipiente iluminación.
Tampoco puede Él faltar a las Leyes de la Vida
de Su autoría.
Pedí Luz y me la dio aunque con una apariencia
despreciable. Como siempre, los verdaderos tesoros están cubiertos de
envoltorios que desdeñan los “sensatos”.
Recordé Su divina sonrisa y el embriagante
efecto que produjo en mí, que jamás olvidaré.
Soñé esa noche con Dios. Me sonreía nuevamente,
Su brazo extendido con el puño cerrado elevando el pulgar.
Eduardo Morguenstern, Junio 2013